Wiki Shen'dralar
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Tendrían que disculparme. O si no, soportaría cualquier castigo que me infligiesen por desobediencia. Estas eran unas causas mucho mayores. A primera hora de la mañana me dirigí hasta la posada donde habitualmente me hospedada para poner en orden mis cosas, lustrar la armadura de Atreyu y comer algo antes de tener que ponerme en marcha una vez mas hasta Rasganorte. Hacia un día espléndido y, a pesar de no ser ni las siete de la mañana, Ventormenta ya estaba llena de vida. Los mercaderes ponían a punto sus tiendas y los ciudadanos comenzaban sus quehaceres.

—Buenas Días, señora Minerva. —Le hice un gesto con la mano a modo de saludo antes de subir las escaleras.

Minerva Sunwig era una mujer agradable ya entrada en edad pero que conservaba aún un reflejo de enigmática belleza de años atrás. Una sonrisa pícara le asomaba de cuando en cuando por la comisura de los labios y, a pesar de su edad, parecía alta, fuerte y ágil. Era toda una gran señora que siempre tenía una palabra amable para todos sus huéspedes.

—Señorita, disculpad las molestias, pero me ha llegado carta urgente para vos...

Que extraño. Sólo había dos personas que supiesen mi paradero exacto. No era precisamente porque me escondiese, simplemente apreciaba como oro mi intimidad. Tomé la carta de manos de la señorita Minerva con cierta desgana. De una de esas personas no quería recibir absolutamente nada y de la otra, bueno, sea lo que fuese esta claro de que no eran buenas noticias. Que lástima, hacía un día precioso.

La carta era de Lady Melissa de Torrealba, mi señora madre. En la carta explicaba que en una de sus salidas a la capital se vio obligada a esconderse en la maleza puesto que un pequeño grupo del enemigo atentaba contra las murallas de la ciudad, sin éxito, por supuesto. Mi madre se había arañado con la maleza con tal mala suerte de haberse escondido en el único posible lugar en kilómetros a la redonda donde habría flora venenosa. Tenía una intoxicación, nada grave. Pero los sacerdotes a disposición del pueblo estos días recientes escaseaban debido a las numerosas batallas que se libraban. Me pedía que fuese a visitarla para acabar con su infección y para ver la cara de su hija que según decía ella hacia siglos que no veía. Que dramática. A pesar de todo iría. Era mi madre, la única familia que me quedaba y aunque exagerada si era cierto que descuidaba mis visitas. Además, me preocupaba que le subiese la fiebre.

Lady Melissa de Torrealba, ahora Melissa Merryweather, era la primogénita de una familia noble que llevaba cinco generaciones habitando en los límites de Villadorada. Los señores de Torrealba habían sido una familia rica e influyente hasta que las incursiones orcas a sus tierras habían ido mellando su economía y por lo tanto su tan estimada influencia. A Melissa, una joven virtuosa y de una belleza singular, la hicieron casar con un capitán de la guardia de Lordaeron, Eddard Merryweather. El joven no era de familia noble, no tenía tierras ni títulos, pero sí dinero, pues generaciones atrás antes de que el abuelo de Eddard ingresara en la guardia habían sido mercaderes bien acomodados. La joven no estaba muy entusiasmada por la idea, imagináos, de estar viviendo a cuerpo de reina en casa de sus padres, a pesar de las deudas, pasaría a estar casada con un austero militar viviendo en una casa de campo alejada de todo. Por eso, cuando llega a sus oídos la noticia de la muerte de su esposo y sus dos hijos en la defensa de Lordaeron lo sintió por sus pequeños, lloró durante amargas semanas por ellos y cada día. Desde entonces ha visitado lo que dicen que son sus tumbas, puesto que los cadáveres nunca pudieron ser recogidos de la gran ciudad caída. Echa también de menos a su marido, sin duda, pero el golpe no fue ni una décima parte de doloroso.

Era hora de ponerse en marcha. Tendría que vestirme para la ocasión, quitarle la armadura a Atreyu y ¡ah¡ Rasganorte tendría que esperar.

—Minerva ¿os importaría subir y ayudar a vestirme por favor? Me ha surgido un compromiso que tengo que atender de forma urgente. —Necesitaba la ayuda de alguien que tuviese el toque femenino que tanto le gustaba a mi madre y del que yo carecía.

—Por supuesto, ahora mismo subo, en cuanto termine de atender a estos señores de la mesa del fondo.

Dejé a un lado del cuarto mi espada y escudo para desempolvar un baúl viejo de madera que tenía por cerradura el emblema de la casa de los Torrealba. Había cartas, pergaminos, tinta, un par de libros y al final de todo una túnica azul marino de terciopelo que sólo usaba cuando iba a visitar a su madre o en ocasiones que la etiqueta lo requiriese. Olía a humedad y parecía mucho más envejecido de lo que era realmente, pero tendría que conformarse con eso. Minerva subió a los pocos minutos y presto un maravilloso servicio. Me ayudo a airear la túnica, ponérmela debidamente y a realizarme una trenza de espigo. Cuando me mire al espejo casi me entraron ganas de gritar, esa no era yo, era la Micaiah de Torrealba que a mi madre le hubiese gustado que fuese. Pero estaba tan sola, todos los días en esa gran casa en compañia de un triste gato. Muy bien, no había nada que temer, montaría sobre Atreyu y saldría tan rápida de la ciudad que a ningún curioso le daría tiempo de volver la cara para mirarla.

Y así fue, tan rápido iba que casi caigo al foso de ventormenta, puesto que estoy acostumbrada a cabalgar con una armadura muy pesada y mi nueva ligereza me pillo desprevenida.

Después de treinta minutos a lomos de Atreyu llegué a la residencia de mi madre. Hace cincuenta años aquella casa habría sido una mansión espléndida, majestuosa y llena de vida. Ahora solo era un cascarón viejo a medio camino de ser ruina, pero su inquilina se sentía satisfecha en aquel lugar, le recordaba al esplendor de los viejos tiempos, a una época y un lugar al que ya no pertenecía. La mansión estaba rodeada de altos pinos que hacían sombra a toda la zona y refrescaban en ambiente. Bajé del caballo con cuidado de no estropear el gran trabajo de Minerva y me adentré en el lugar. Me recibió con un abrazo y un beso en la mejilla para después alejarse dos pasos y examinarme exhaustivamente, como siempre.

—Hija, os veo mucho mejor que la última vez. —La última vez vine con una armadura de cuero y pieles embarrada y el pelo revuelto, no tenía que hacer demasiado para que me viese más presentable que en aquella ocasión.

—Gracias madre, os agradezco el cumplido, las cosas han cambiado un poco desde aquella vez.

—Ya me contaréis, pero pasad, pasad, he preparado vino caliente especiado y unas tortas de miel.

Pasamos toda la tarde hablando de nuestras respectivas vidas mientras después del vino le atendía la herida envenenada.

—No os entiendo, siempre venís con la misma túnica que os obligue a meter en el baúl cuando os marchasteis ¿Cuándo os comprareis otra? Está vieja y no os luce, conozco a unos sastres encantadores que...

—Madre, como os he dicho, entre mis votos estaba el de pobreza. —Le interrumpí antes de que me hiciese lista de todos esos encantadores sastres que ella conocía.

—Pues os regalaré una de las mías, tengo muchas y algunas ya no son del todo apropiadas para mi edad.

—Madre, no es necesaria, no las...

—No hay mas que hablar. —Que cabezota era. Bueno, es hereditario me temo.

Se fue canturreando una canción que había escuchado tiempo atrás dejándome sola en la sala de estar. En un rincón de ella, bajo un retal de seda se encontraba mi antiguo dúlcemele. No sé decir exactamente si lo había echado de menos o no. Había sido mi mas fiel amigo antes de la muerte de mi padre y hermanos, había sido mi confidente antes de irme de mi hogar... Me llamaba, me tentaba a recordar viejas notas, me suplicaba que lo tocase una vez mas, que llenase esas viejas paredes con melodías por ultima vez. Bueno, si de verdad iba a ser la ultima vez... Me levanté, me puse detrás del instrumento y empecé a tocar, no estaba desafinado, sonaba de forma tan deliciosa como aquella tarde hacía casi siete años. Su sonido era limpio y me ayudaba con su fluir a aligerar la carga tan pesada que llevaba desde hacía unas semanas.

Melissa bajó las escaleras con una túnica color turquesa entre sus manos. Se giro hacia mí con la elegancia que la caracterizaba. Y no dijo nada. Tomó asiento en la silla mas cerca de la ventana y se limitó es escuchar la melodía que salía de aquel trance en el que había entrado. Así pasaron al menos dos horas hasta que la puesta de sol hacia su presentación. Cuando la habitación parecía estar recubierta por un manto dorado dejé de tocar y fuí a sentarme al lado de mi señora madre.

—Yo también los echo de menos, madre. —Unas amargas lagrimas recorrían el surco de unas arrugas prematuras fruto de la tristeza.

—Pienso en todo lo que pudo haber sido y no fue, pequeña Micaiah. Tus hermanos convertidos en valerosos soldados a las órdenes de tu querido padre, tú a mi lado hasta que tuvieses edad para formar tu propio hogar, nada ha salido como esperábamos. —Con la manga de mi túnica le sequé las mejillas mientras terminaba de hablar.

—Mi padre y mis hermanos murieron de la forma más honorable que pudiera existir en este mundo, defendiendo a los suyos, a su hogar. No debes sentir lástima por ellos pues están cubiertos de gloria como los héroes de antaño allá donde estén. —Tomé sus manos entre las mías, estaba tan sola y había sufrido tanto.

—Hablas como Eddard, querida, en el fondo siempre supe que eras como él —Una sonrisa de satisfacción llenó mis labios, mi padre era mucho más de lo que yo podría alcanzar pero me hacía sentir bien que mi madre viese su reflejo en mi.

El sol se había ocultado tras las montañas y sólo quedaban retazos de la luz que lo habían coloreado todo durante el día. Mientras protestaba a Melissa por la túnica que había insistido en bajar, escuché unas pisadas sobre la tierra del jardín. El susurro de una frase que no entendí. La agitación del viento sobre algo. No estábamos solas. En un acto reflejo me levanté rápidamente la túnica hasta el muslo donde tenia una daga corta sujeta con una correa. La saqué de su funda y amenace a lo que fuese que había en el exterior con ella. Mi madre reprimió un grito del susto. Y cuando yo ya estaba mas que dispuesta a salir en carrera tras el individuo, Fluffy, el gato de la familia, salió de entre los matorrales. Maldito gato. Si es que eso es lo que era. Fluffy llevaba en la familia desde antes de que hubiese nacido yo. Tenia según las cuentas treinta y cinco años. Larga vida para un gato vulgar. Era casi tan grande como una pantera negra, lo recubría un sedoso pelaje negro con tonos purpúreos. En resumen, era un gato muy raro. Si de mí dependiese lo hubiese apartado de aquella casa, pero Melissa lo adoraba... ¿y quien era yo para apartarla de su única alegría?

—Micaiah Merryweather. No volváis a hacer eso nunca mas, me habéis dado un susto de muerte a mí y al pobre Fluffy. —Me miraba con el ceño fruncido.

—No puedo evitarlo madre, me siento vulnerable si no llevo un arma conmigo.

—No estamos en una constante guerra hija mía...

—De hecho sí que lo estamos, pero no pareces ser consciente de ello. —Inmediatamente me arrepentí de haberle dicho aquello con tanta dureza. Yo luchaba para que personas como ellas pudiesen llevar una dulce vida fuera de peligro, esas cosas no se echan en cara. Debo tener presente de que no es como yo—. Lo siento madre...

—Estoy segura de que tenéis cosas que hacer pequeña, no quisiera entretenerte de tus tareas. —Lo dijo en un tono distante, la había herido y no quería discutir nada mas conmigo, al menos en el día de hoy.

Le di un beso en la mejilla y la deje en el polvoriento salón. Respire profundamente cuando salí al exterior, aire puro, el frescor que anunciaba la noche, la tierra húmeda. El placer de volver a estar en el exterior apunto de recorrer un largo y deleitante camino a galope se extinguió de forma súbita cuando justo frente a mi corcel divisé una silueta conocida. —Maldición... —murmuré para mí.

Nota del autor[]

Esto es un graaaaaan rollo de varias páginas que se me ocurrió el viernes que no pude asistir al ascenso de Ismag, se me dio por imaginar que haría Micaiah si no estaba allí, con sus hermanos, donde debía estar. Entiendo que no lo lea nadie porque es larguísimo.

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